Apenas
podía mover las piernas embutido en aquella litera, estrecha y corta. Cris,
metro noventa y dos, ocupaba la parte de arriba; abajo dormían unos hermanos
que compartían con él camarote y viaje. Juntos llevaban demasiados días
navegando en La Santamaría.
¡Qué
poco se parecía, recordaba Cris C., al trasatlántico en el que viajó, hace años,
junto a Feli!; un crucero de puro
confort, con pack de bebidas incluidas.
Allí sí que tenía buena cama. Aquí las
tres de la mañana y no podía pegar ojo. Sin embargo, los hermanos dormían a
pierna suelta.
En
poco más de 3 años; la dichosa crisis económica, el ladrillo, la burbuja
inmobiliaria, todo había ido al traste: su maravillosa profesión de arquitecto
y su vida. Ahora 43 años y parecía que debía conformarse con ese futuro
desalentador instalado en su existencia desde que cumpliera la cuarentena.
Lo
había intentado todo para conseguir volver a trabajar; no funcionaban los cazatalentos. Probó con
los fogones; antes un hobby, pero la perspectiva de ser el pinche de un mal
Chicote le hizo desistir. Frustrante. “Tiempos difíciles”, decían los que le rodeaban: “la cosa está muy
mal” repetían a menudo. Reajustó sus gastos, en ropa, supermercado, suprimió salidas, viajes. Prescindió de su
portátil, de su teléfono móvil Android, cambió de barrio…
Sus
pensamientos se vieron interrumpidos por truenos y relámpagos. Una tremenda
tormenta de otoño en alta mar. La
embarcación se movía pero los hermanos seguían durmiendo, roncando casi al
unísono.
Cris
había subsistido, como pudo, de los ahorros que por suerte no metió en fondo de
pensiones ni en preferentes en contraviniendo el consejo del banco. Sólo hallaba una salida:
huir. Comenzar en otro lugar.
Afortunadamente,
conservaba todavía algunos amigos; sólo
los incondicionales, porque cuando uno no puede seguir el ritmo, los conocidos
desaparecen. Consiguió reunir algo de dinero para su aventura, Isabel financió
parte del pasaje, contrariando a su marido Fernando. Y Cris C. que hasta el momento
no navegaba más que por Internet, se embarcó en dirección a un nuevo destino
que le pudiera ofrecer una vida mejor. Los nuevos emigrantes, sobradamente
preparados pero sin posibilidad de conseguir en su tierra un trabajo
mínimamente decente.
Seguía
sin conciliar el sueño en aquel minúsculo camarote, albergaba la esperanza de salir de esa
horrible pesadilla. Aunque no era joven tenía experiencia y seguro que eso se
valoraría en alguna parte de ese nuevo mundo. Un trabajo que le permitiese
recuperar su dignidad. ¿Qué es el trabajo?.., un medio de vida, una manera de
explicar la existencia.
Trataba
de cerrar los ojos y descansar. Sus piernas sobresalían de la manta y del viejo
colchón; acusaba el cansancio de tan largo viaje desde que saliera del puerto de
Palos en Huelva, mucha fresa pero poco futuro para su profesión.
Navegaban
desde hacía días sin avistar tierra, parecía que aquel viaje no acababa nunca.
Aunque la tormenta había cesado y a través de la escotilla ya se podía ver como
amanecía. Un mar tranquilo después de la tempestad. Un día precioso de mediados
de octubre, algo fresco pero luminoso.
Uno
de los hermanos se despertó y desperezándose masculló: “Parece que ha sido
noche movidita. Buenos días, Cris. ¿Qué tal por ahí arriba, como está la
mar? ¡Válgame Dios, deseo tanto salir de
esta lata!” Se encaramó hacia el exterior para observar el paisaje. Un mar
sereno. Algo a lo lejos le pareció que
cambiaba el color del agua, quizá roca. Y de pronto gritó: “¡Tierra!, ¡tierra! Hemos
llegado”.
Como
los grandes navegantes, Cris sintió un sentimiento entre ilusión y vértigo ante
lo desconocido. Un nuevo despertar disipó la angustia con la que zarpara. Había
desaparecido como la tormenta. Ante sus ojos una nueva tierra para comenzar de
nuevo. Le invadía una poderosa fe en que las Indias Occidentales. Sería para él
la tierra de promisión.
M.M.
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