Quien
viaje a Londres encontrará una pequeña tienda de Navidad que está abierta
durante todo el año. Día tras día, sin descanso, ve pasar cientos de ojos
curiosos cargados con sus máquinas fotográficas y su afán por no perder ni un
detalle de la capital. Algunos de ellos se acercan y sacan una fotografía al
escaparate, otros se preguntan: “¿Cómo se mantendrá esa tienda activa una vez
pase el invierno?”. Y otros pocos, como el señor Haters, simplemente piensan:
“¡Qué odiosa es la Navidad!”.
El señor Haters ya llegaba tarde al trabajo. De vez en
cuando se sentía como el conejo blanco del País de las Maravillas. Y no era
divertido. Detestaba ser la antítesis de lo que se esperaba que fuera un buen
inglés. Él no podía ser puntual en una ciudad que incitaba a relajarse en casa
con un buen té humeante. Para terminar de alegrarle la mañana, otra vez estaba
ahí esa tienda que no se cansaba de dar la bienvenida a la Navidad con sus
repetitivas luces parpadeantes. Estaba seguro de que tras sus puertas
encontraría a un agradable matrimonio mayor que le recibiría con una galletita
de canela y un convincente “bienvenido a nuestra tienda”. Estaba dispuesto a
pasar de largo, pero se fijó en que en el escaparate había uno de aquellos
calcetines navideños colgado. Le vino a la mente el recuerdo de la chimenea de
la casa de sus padres y su calcetín algo descosido que aun así amanecía lleno
de golosinas el día de Navidad. Se acercó al escaparate para verlo más de
cerca, pero se encontró con una agradable anciana, que le abrió la puerta y le
invitó a entrar.
—Bienvenido. ¡Por fin nos conocemos! Soy la señora Sparklings. Siempre
le veo pasar y tenía ya ganas de que entrara.
—Sí, bueno, me coge de paso para ir al trabajo. Encantado. Yo soy el
señor Haters.
Salvo ellos dos, en la tienda no había nadie más en aquel
momento. El señor Haters tenía que reconocer que el interior era acogedor: la
temperatura era muy agradable en comparación con el frío de fuera y en el
ambiente flotaba olor a canela y a plantas navideñas. Junto al mostrador vio
una bandeja plateada con las galletas que había imaginado.
—Coja una, por favor. —El señor Haters le hizo caso y tomó
una.
—Está deliciosa, gracias.
—Mi marido decía que una de las cosas que más le gustaba de la Navidad eran
mis galletas. Era un hombre muy zalamero, como usted ve.
El señor Haters se entristeció. Había esperado encontrar un
señor Sparklings al que estrecharle la mano y se dio cuenta de que no existía.
Estudió de cerca la expresión de aquella señora. Parecía realmente contenta en
aquel ambiente de celebración, como si esas fiestas continuaran siendo un
motivo de alegría para ella.
—Siento lo de su marido.
—No se preocupe, ya hace algunos años de eso. Nos gustaba mucho la
Navidad, ¿sabe? Mi marido era muy decidido y resolvimos abrir esta tienda
dedicada precisamente a lo que nos apasionaba. “¿Una tienda de Navidad que esté
abierta todo el año?”, nos decían nuestros amigos, espantados. Y resultó que
funcionó. Ahora procuro que nuestro sueño continúe.
—Estoy muy sorprendido, señora Sparklings.
—Perdóneme, quizá le estoy entreteniendo. ¿Estaba buscando algo para
estas Navidades?
A esas alturas, el señor Haters ya había olvidado que
llegaba tarde al trabajo y que no tenía realmente un motivo para estar en
aquella tienda. Solo sabía que se sentía cómodo hablando con la señora
Sparklings.
—No, en realidad no me gustan estas fiestas, pero me llamó la atención
el calcetín de la entrada.
—Los recuerdos... A veces un pequeño detalle nos lleva a momentos que
creíamos olvidados. Pero ya que está aquí, ¿por qué no le lleva uno de esos
calcetines a su hijo?
—Lo haría, pero ya sabe que los chicos de ahora quieren otras cosas,
señora Sparklings.
—No, no, en eso no lleva razón. Los chicos de ahora necesitan también
crecer con tradiciones. Para los padres requiere empeño reconciliarse con el
pasado y disfrutar del presente, pero es un esfuerzo necesario, créame. Llévese
ese calcetín, que su hijo lo encuentre lleno de golosinas cuando despierte. Que
algún día, como usted, tenga un recuerdo al que volver.
El señor Haters siguió la
recomendación de la señora Sparklings. Compró aquel calcetín y se lo regaló a
su hijo días antes de que comenzaran las fiestas. Lo pusieron en la chimenea y
después de varios años descuidando la decoración de la casa, el señor Haters ayudó a su hijo a que el ambiente
fuera tan acogedor como aquel que encontró en la pequeña tienda navideña. El
día 25 de diciembre el calcetín amaneció lleno de golosinas y al sacarlas
descubrieron un pequeño papel en su interior que decía: “Muy felices fiestas.
P.D.: Mis galletas de canela siempre están encantadas de recibir visitas”. El
señor Haters supo que cada vez que pasara frente a aquella tienda la vería ya
de otro modo.
Marta Ciurana
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