Hubo una vez un joven adelantado a su tiempo. Mientras
sus amigos jugaban a juegos rudimentarios, pues en aquella época aún no habían
dado señales de vida los romanos con sus túnicas y sus minifaldas, él, con su
capacidad, consiguió descubrir toda clase de virus que podían provocar
infecciones y males inimaginables. De hecho, el muchacho tan solo los inventó
para jugar y poder martirizar a algún pobre animal con el que se ensañaba,
viéndolo retorcerse de dolores hasta llegar a morir, puesto que ni se molestó
en encontrar antídotos para contrarrestar tanto sufrimiento.
Cuando por su avanzada edad tuvo que rendir cuentas
ante su creador, este lo miro con desprecio y lo envió al lugar más recóndito
de su reino, tan lejos durante décadas
ni siquiera se recordó de que existía. Al fin y al cabo, como todos tenían
derecho a la reencarnación, su creador decidió darle otra oportunidad para que
pudiese aprovechar mejor el talento del que había sido dotado. ¿O tal vez no
valía la pena? En esta cuestión estaba pensando su creador, a la vez que
resolvía otros miles de casos similares, y sin más, lo envió a la Tierra reencarnado en un
animal: un precioso conejito gris.
“¡Vaya!”, dijo
para sus adentros, “pues todos sabemos que los conejos no hablan, me parece que
voy a estar muy bien con mi nueva vida”. El único problema que tenía, y del
cual se dio cuenta demasiado tarde, fue que el lugar donde se encontraba era un
laboratorio. Allí los conejitos eran utilizados para probar medicamentos que
sirvieran para curar las horribles enfermedades que sufrían los humanos. Y aunque
la época de la propagación de dichas enfermedades no se sabía a ciencia cierta,
los expertos opinaban que existían, ¡desde mucho antes de los romanos!