divendres, 31 de gener del 2014

Sembrar para recoger



Hubo una vez un joven adelantado a su tiempo. Mientras sus amigos jugaban a juegos rudimentarios, pues en aquella época aún no habían dado señales de vida los romanos con sus túnicas y sus minifaldas, él, con su capacidad, consiguió descubrir toda clase de virus que podían provocar infecciones y males inimaginables. De hecho, el muchacho tan solo los inventó para jugar y poder martirizar a algún pobre animal con el que se ensañaba, viéndolo retorcerse de dolores hasta llegar a morir, puesto que ni se molestó en encontrar antídotos para contrarrestar tanto sufrimiento.

Cuando por su avanzada edad tuvo que rendir cuentas ante su creador, este lo miro con desprecio y lo envió al lugar más recóndito de su reino, tan lejos  durante décadas ni siquiera se recordó de que existía. Al fin y al cabo, como todos tenían derecho a la reencarnación, su creador decidió darle otra oportunidad para que pudiese aprovechar mejor el talento del que había sido dotado. ¿O tal vez no valía la pena? En esta cuestión estaba pensando su creador, a la vez que resolvía otros miles de casos similares, y sin más, lo envió a la Tierra reencarnado en un animal: un precioso conejito gris.
  
 “¡Vaya!”, dijo para sus adentros, “pues todos sabemos que los conejos no hablan, me parece que voy a estar muy bien con mi nueva vida”. El único problema que tenía, y del cual se dio cuenta demasiado tarde, fue que el lugar donde se encontraba era un laboratorio. Allí los conejitos eran utilizados para probar medicamentos que sirvieran para curar las horribles enfermedades que sufrían los humanos. Y aunque la época de la propagación de dichas enfermedades no se sabía a ciencia cierta, los expertos opinaban que existían, ¡desde mucho antes de los romanos!




 

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