dijous, 18 de setembre del 2014

Música y lágrimas



Es la última hora de una tarde cálida, las farolas centellean con sus primeros toques de luz que acaban de ponerse en marcha, las puertas de un cine se abren de par en par y el público sale a la calle, algunos se frotan los ojos, esos que apenas han podido pestañear mirando embelesados la gran pantalla y al salir respiran hondo el aire fresco del atardecer. Un grupo de amigas en la calle, delante del cine, se miran y respiran hondo.
¡Caray con la película en 3D, aparte de ser muy buena, Leonardo Di Caprio esta fantástico! dijo muy animada Marina. Esther estuvo totalmente de acuerdo: en aquellas dos horas que duró la película se había enamorado locamente del protagonista. Almudena intentaba estar a la altura de sus dos amigas, fingía estar emocionada, pero una gran tristeza inundaba su corazón: había llorado sin consuelo más de media sesión, no veía el momento que acabase la película. Solo al recordar esa música melancólica a la vez que maravillosa unida a tanta gente viviendo semejante tragedia le resbalaron unas lágrimas que ella intentó disimular en vano.
Venga, mujer dijo Marina intentando animarla, ya hemos visto que te ha afectado demasiado, pero piensa que solamente es una peli. En realidad todas sabemos que fue un hecho verídico, pero ocurrió hace tanto tiempo que no puedes dejar que te impresione de esa manera, piensa que las de guerra la mayoría son verdad y nunca te hemos visto tan sensiblera.
Vale, tenéis razón, no entiendo lo que me ha pasado. Venga, vámonos a tomar un helado, invito yo. Juntas se dirigieron a la heladería y, con sus cucuruchos en las manos, se sentaron en un banco del parque, aunque prometieron no comentar la película. No habían pasado ni diez minutos cuando las tres hablaban por los codos y comentaban los pormenores de todas las escenas de esa gran película que acababan de ver, que era Titanic.
      Tres años atrás en el tiempo, el director de cine James Cameron hacía un casting para encontrar al ayudante perfecto y muy documentado en el tema de aquel gran barco llamado Titanic. Era verdad que lo tenía un poco difícil, pues ya se habían realizado varias películas sobre ese tema, pero Cameron tenía en mente hacer algo extraordinario y estaba dispuesto ha hacerlo realidad. Se presentaron muchas personas al casting. Cuando ya estaba a punto de cerrarlo, su última opción para el puesto fue un joven muy bien parecido que entró en el despacho con resolución, ocupó el asiento que le asignaron y se presentó con su nombre: Oscar. Oscar fue contestando a todas las preguntas que el director le hacía;, este llevaba varios días haciendo entrevistas, así que se conocía todas las respuestas posibles, los aspirantes se habían esforzado al máximo leyendo todo lo relacionado con la tragedia de aquel famoso barco.
Cuando ya estaban a punto de terminar la entrevista, Oscar le relató una  historia sorprendente que Cameron nunca había escuchado. Era de una pareja que iba en el barco, concretamente en las cocinas. Él era un cocinero excelente, a ella la contrataron para fregar platos. Harían el trabajo para pagarse el pasaje. La chica huía de un padrastro perverso y malvado que le hacía la vida imposible y lo mejor era poner tierra o agua de por medio, irse cuanto más lejos mejor; él estaba enamorado de ella y le prometió seguirla hasta el fin del mundo. Cuando se dieron cuenta de que el barco se hundía, intentaron escapar como el resto de los pasajeros, pero las puertas se habían bloqueado y no fueron capaces de subir a la superficie del barco. Los dos, abrazados, se juraron amor eterno. Ella lloraba mientras oían la música que sonaba en el puente del barco, hasta que los altavoces se quedaron mudos y la oscuridad se adueñó de todo, fue un momento muy trágico. Oscar, en un intento desesperado, le juró que se reencarnarían a lo largo de los años, el tiempo que hiciese falta hasta volver a encontrarse y con un beso selló su juramento. Ese fue el último instante de los dos enamorados.
Cameron estaba con la boca abierta, totalmente impresionado. Nunca antes había escuchado esa historia tan bella. Por un momento llegó a pensar que se la inventó para hacerse con el trabajo, pero la seriedad de Oscar le hizo desistir de tal pensamiento. Así que el joven se ganó el puesto de ayudante del director como asesor sobre aquel mítico barco.
Pasados tres años, y una vez que la película estuvo en cartelera, el director y parte de su personal fueron visitando diferentes ciudades para promocionarla, aunque no era necesaria esa publicidad pues todo el mundo fue a verla. Digamos que le gustaba recoger aquellos laureles después de un trabajo tan bien realizado.    
Al día siguiente de ver Titanic, Almudena se pasó por la tienda de fotografía a recoger un encargo. Había muchos clientes, así que se dedicó a mirar distraídamente las fotos expuestas.  Disfrutaba con cada detalle; de hecho, nunca viajaba sin su cámara, era una gran aficionada a captar cualquier imagen. La música ambiental era suave pero de pronto cambió, el tema principal de la película de Titanic comenzó a sonar, el rostro de la muchacha se contrajo, su corazón comenzó a galopar como un caballo desbocado y, sin poder evitarlo, las lágrimas rodaron por sus mejillas copiosamente. Uno de los clientes se acerco a ella muy preocupado.
¿Puedo ayudarla en algo, señorita?
Almudena se secó las lágrimas e hizo un gesto negativo con la cabeza. Cuando miro a los ojos a aquel joven tan atento no pudo por menos que dejar de llorar, ya no oía ninguna música y respiraba con dificultad, su voluntad la abandonó y se desplomó. Oscar era el joven que se preocupó por ella y a tiempo estuvo de recogerla entre sus brazos antes de que cayera desmayada al suelo. A los pocos minutos, que para él fueron eternos, la muchacha se recupero, él la miraba embelesado y ella, con una leve sonrisa, acertó a decir:
¿De verdad eres tú?


                                                                               Carol Simón


The essence of silence


Retumbó la entonación gutural de las sílabas de la palabra silence en sus oídos. Y Heathy “Muddy Bitch” se despertó sobresaltada de madrugada. Hacía casi veinte años de la última escucha de la canción The essence of silence. El final abrupto de la pieza precedió a la más ardua de las nadas. Posó la mano temblorosa sobre el corazón, capaz de imitar la intensidad de los fuegos artificiales de un piromusical a base de latidos desbocados. Y la sangre le recorrió las azuladas venas obstruidas por el colesterol. Descompuesta, centró la mirada en el póster de la pared de una lujosa habitación de su mansión señorial.

El resplandor de un rayo enmarcó su propia imagen a los 20 años, con el pelo largo cardado, chupa de cuero, mallas y cadenas. Sin embargo, entre tinieblas, distinguió la figura de Lemmy “Bloody Groove”, un fantasma del pasado que aún deambulaba entre muebles de diseño y discos de oro enmarcados en la pared, dividiendo en dos el presente con su cresta inconfundible de gallo de pelea y sus vidriosos ojos acerados. Acto seguido alzó su cuerpo dejado de cuarentona. El sudor le roció el cráneo rapado al cero y la incipiente panza gelatinosa le tembló con desmesura. Respiró entrecortadamente al recordar esbozos borrosos de conciertos del grupo de heavy metal que lideraba –The Bitch and the sons of a Bitch– en varias ciudades europeas, al revivir entre fogonazos de memoria pasajes de orgías, drogas y rock and roll, al sentir de nuevo la dificultad para controlar los egos de los miembros del grupo, adictos a las peleas por sobreexposición a la convivencia obligada durante las larguísimas giras. De pronto un rayo cuarteó la estancia con su blancura cegadora y el estallido de un trueno brutal le hizo temblar de pies a cabeza. Se concentró en el sonido encantador de las gotas de lluvia al repicar contra la cristalera en la noche gótica, pero enseguida el póster y los miembros del grupo desaparecieron en un nuevo destello de blancura casi apocalíptica.

Estaba claro que aún no había superado la muerte en extrañas circunstancias de Lemmy, tras la explosión incontrolada del cañón de fuegos artificiales que debería haber rematado el final de aquella canción maldita, The essence of silence. Así, pues, encaminó los pasos hacia el despacho. Como si fuera una especie de amuleto, rebuscó a la desesperada entre los estantes de un armario atestado de reliquias. Sacó un disco de piedra de la cartulina. Colocó la cara A en el plato. Y Muddy Waters se encargó de desvanecer los fantasmas que habían tomado al asalto su cabeza durante los últimos minutos.

«No puedes gastar lo que no tienes», decía el bluesman. Y dio gracias por estar aún con vida, por existir el blues, en especial la canción Standin’ around cryin’, que siempre le había causado un efecto tranquilizador. Aquella música, pese a la tristeza, le trasmitía emociones tan reales y verdaderas como la vida misma, y, envuelta en las notas de su verdadera religión, suplicó algo de paz nocturna tras un día muy complicado.

Al punto le dio un manotazo al portanombre de metacrilato donde se indicaba su cargo de productora musical en Roadrunner Records. El objeto rodó por la mesa hasta detenerse en una esquina de la agenda de papel, junto al teléfono de Corey Taylor, vocalista de Slipknot, el grupo de metal más popular que ella había representado jamás. ¿Sería posible llevar adelante, hasta las últimas consecuencias, la idea que tenía en mente? Si no hablaba con Corey, nunca lo sabría.

Nerviosa, sin tener en cuenta la hora intempestiva de la madrugada, tomó el móvil entre las manos y llamó a su representado. Éste aceptó la propuesta sin más. Quizá estuviera demasiado borracho o muy cansado tras el show para llevarle la contraria. ¡Pero qué más daba! ¡The Bitch and the sons of a Bitch habían vuelto! Y, aunque fuera por un día, celebrarían por todo lo alto su vigésimo aniversario como banda de rock.

Salió a la terraza. Los pulmones se inflaron de aire y orgullo. Había dejado de llover. El aroma de los crisantemos, de la clorofila recién mojada del jardín, le inspiraron y le hicieron sentir la poderosa sensación del renacimiento al cobijo de la sombra de los cipreses. Fuera de control, deambuló de aquí para allá. Ya dormiría cuando estuviera muerta. Tenía muy poco tiempo y muchas cosas por hacer. Teléfono en mano, contactó con los dos antiguos miembros de la banda aún con vida. Apenas tardó en convencerles. Eso sí, con una condición. Ambos exigían evitar el tema The essence of silence para no remover traumas del pasado. Aquella cláusula verbal le pareció razonable y les convocó a las seis de la tarde en el Staples Center para realizar el único ensayo previo al concierto. ¿Quién podría sustituir a Lemmy como solista? ¿Quizá Slash? ¿Por qué no? Se sabía los temas y le debía un favor.

El día del concierto retomaron todas las antiguas liturgias. Se dirigieron a las suites de lujo ante el griterío de los 13.000 espectadores que ya habían ocupado los asientos del nivel inferior. El primer paso consistía en calentar dedos, músculos, voz. Luego habían formado un corrillo. Heathy ejerció de líder al grito de larga vida a The Bitch. Slash, el bajista y el batería rugieron larga vida también a the sons of a Bitch. Acto seguido los 18.750 dólares del contenido de las botellas de whisky Dalmore Selene les recorrieron los pescuezos. Sacudir la cabeza, aullar, seguir en pie. En eso consistía el quinto, el sexto y el séptimo paso. Todos ellos imprescindibles para poder completar el octavo: engullir cuatro o cinco tabletas de ácido tal cual si fueran caramelos. El noveno paso consistía en gritar vamos a patear unos cuantos culos. Y el décimo paso, y final de la parodia del manual de autoayuda de Alcohólicos Anónimos, consistía en correr hacia los instrumentos como si fueran a rescatarlos del fin del mundo.

La negrura del escenario les tiñó de duelo las miradas. Inmóviles, junto a los respectivos micrófonos, recibieron las ráfagas de luz, auténticas inyecciones lisérgicas de adrenalina. Y elevaron las cabezas con orgullo hacia el cielo, donde el halo de los focos se deformaba en círculos concéntricos infinitos del mismo modo que la concepción de su propia esencia, metamorfoseada químicamente en una sensación de omnipotencia cercana a la divinidad. De hecho, un pipa sujetó a Heathy para evitar que se encaramara a uno de los reflectores y otro recogió el micro del suelo y lo devolvió a su posición original. Tronaron los aplausos. Acto seguido Heathy saludó al respetable y centró la mirada en la guitarra de seis cuerdas apoyada en su cadera. Aunque hubiera jurado que tenía doce o más. Antes de tocar, Heathy se encaramó a la valla de protección.
–Hace años que no me echan un buen polvo –aulló y saltó sobre el público de la primera fila y tocó los acordes de la canción Angels walk among us.
La masa rugió, enfervorecida. Con la cara deformada, como si huyera de un tigre de bengala, la vocalista regresó al centro del escenario y, bajo la aureola cegadora de los juegos de luces, se centró en ejecutar los acordes a la perfección. La guitarra se había convertido en una especie de babosa escurridiza e inestable, aunque a cambio las notas cobraban vida al convertirse en un pentagrama tridimensional hecho sólo para sus ojos. Y tocó la partitura de Presence y A simple mistake por pura diversión. Para su deleite visual. El público no sólo les recordaba, sino que músicos y asistentes formaban un todo. Eran una sola masa compacta. Y vitoreaban el nombre del grupo como un dragón sediento de sangre a la espera de un bis. En concreto, clamaban a la espera de la interpretación de The essence of silence.
Sudorosos, cubiertos por una especie de burbuja de adrenalina, los miembros del grupo se despidieron de los asistentes y se reunieron junto a Heathy en un lateral del escenario, fuera del alcance de las miradas de los fans. Posaron sus manos escamosas de peces fuera del agua sobre la de Heathy. Y, al grito de a quién coño le importa el pasado o el futuro, decidieron disfrutar del presente. Ante el asombro de los pipas, quienes ya habían empezado a preparar los fuegos de artificio de la actuación de Slipknot, regresaron al escenario, dispuestos a volver a tocar The essence of silence.
La iluminación variaba, jugueteaba con los acordes de la canción. Los halos de luz adquirieron la forma grisácea y siniestra de una presencia. Heathy dejó la parte vocal en manos del público y, con la cara deformada por el terror, se alejó del micrófono. Se cubrió la cabeza con las manos, los arpegios chirriantes se convirtieron en el ruido de una sierra en su mano mientras convertía la zona del escenario del guitarra solista en una trampa mortal, en un agujero que actuaría como un cepo al retener la pierna de Bloody Groove cuando éste tuviera que retirarse de las explosiones de fuegos artificiales. Negaba a cabezazos y daba la impresión de estar reviviendo el que fue el último concierto de la formación original.
Corey y un pipa acudieron en su ayuda. La levantaron del suelo y se la llevaron entre bambalinas.
–Estoy acabada –dijo Heathy, alterada–. Está aquí y no va a dejarme en paz.
Corey le miró las brillantes pupilas desorbitadas y se encogió de hombros.
–¿Por qué estás acabada? ¿Quién está aquí? ¿A qué te refieres?
–Él está aquí. Lo entiendes. Lo digo en serio. Está aquí. Y me perseguirá hasta el final, hasta la esencia del silencio final –insistió Heathy una y otra vez.
–Lo que tú digas, lo que tú digas –dijo Corey al dejarla en el camerino–. Ahora descansa un rato. Ya hablaremos después. Cuando estés más calmada.
Heathy observó a Corey -un ciego a punto de adentrarse en un campo de minas-. Y se incomodó en soledad. Más aún cuando escuchó a su espalda Silence. Tras el grito gutural del guitarra solista, giró la cabeza con el corazón acelerado, más allá de la taquicardia. Y apenas distinguió la guadaña de la muerte antes del fundido a negro.


                                                                                                                          Rafa