El suelo tembló. Y si hubiéramos estado sobre la
falla de San Andrés, habría cundido el pánico. Todo el reino hubiera creído que
había llegado la hora del Big One.
Pero, al vivir lejos de California y sus terremotos, eso tan sólo podía significar
una cosa. El Gran Orco había llegado.
Los rugidos agresivos confirmaron nuestras peores
sospechas. Aquel humanoide de piel verdosa, con unas inacabables filas de
colmillos de aspecto desagradable, estaba de vuelta. Y tenía un objetivo claro:
recordarnos su modus operandi. Si no
saciábamos su sed de sangre en una hora, desangraría a quienes se cruzaran en
su camino.
Así, pues, todos los habitantes nos reunimos en la
plaza real. El viento gélido golpeó nuestros rostros cabizbajos. Y el silencio
subrayó el dramatismo de la situación. Estábamos entre la espada y la pared,
sin saber si escoger una muerte rápida o una larga agonía. De pronto,
temblorosos y todos a una, rompimos a hablar. Los gritos, llantos y lamentos
precedieron a mi turno de palabra.
—Debemos tomar una decisión arriesgada —dije con
aplomo—. Y sacrificar recursos para salvar el pellejo.
—Pero, ¿cómo? —preguntó el resto de ciudadanos.
—Empezaremos por sacrificar al único elefante del
zoo —dije, sonriente.
—¿Y qué haremos cuándo se acaben los elefantes?
¿Servirle carne de zorra? —preguntó otra voz anónima.
Las risas despejaron los nubarrones de tristeza
anclados a la cima de nuestras cabezas. Sus debilidades eran vox populi.
—Acabaremos con sus abusos antes de llegar a esos
extremos.
—¿Cómo? —preguntaron mis conciudadanos al unísono.
—¡Tengo un plan! ¡Y poco tiempo para llevarlo a
cabo! Así que os lo explicaré sobre la marcha.
***
El regreso del orco interrumpió el plácido descanso del
gentío en la plaza abarrotada anexa al palacio real. Aguantamos la respiración.
Los ojos temblorosos se desorbitaron incluso en los más valientes. Se hizo el
silencio. Y el hedor expelido por el orco, similar al de la carne putrefacta,
se adueñó del lugar mientras el cielo se oscurecía aún más, adoptando el tono
de oscuridad de la muerte.
—¡BRRRGRRRRFRRRR! —gruñó el orco para reclamar sus
derechos.
Acto seguido el eco del rugir de sus tripas retumbó
a lo largo y ancho de la plaza. Incapaz de mantener el pulso firme, señalé
hacia la entrada de palacio. Allí, sobre un montón de paja, debajo de una
especie de establo improvisado, yacía un elefante sedado. Y el orco se abalanzó
sobre él como si fuera un proyectil disparado por un rifle.
Contuvimos el aliento. La tensión podía cortarse
cuando alzó la pieza para devorarla sin piedad. Crucé los dedos. ¿Saldría todo
a pedir de boca? ¿Funcionaría todo según lo planeado? La respuesta no se hizo
esperar. Y, activada gracias a los resortes ocultos, una gran guillotina silbó
al cortar el aire en dirección a la cabeza del orco. Colérica, la bestia rugió desesperada
al intentar desplazarse para esquivar la decapitación. Silenció los chillidos
del gentío un golpe seco. Corrió la sangre. Y la plaza se inundó de vítores y
aplausos cuando la cabeza del orco rodó por la entrada de palacio.
Acto seguido se redoblaron las expresiones de júbilo
de la gran mayoría de los allí presentes. Todo el mundo miraba hacia el suelo,
hacia la cabeza decapitada, y los imité. Aunque enseguida me froté los ojos sin
dar crédito a mi sentido de la vista. ¡Jamás me hubiera imaginado tener tanta
suerte! ¡El rey y el orco eran la misma persona!
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