Había una vez unos alumnos delante de unos documentos
de Word en blanco. En la última clase, Andreu, el profesor del curso Teixint
contes, les había pedido que crearan una utopía. Para ello, les había explicado
las claves del género y les había comentado las grandes obras del mismo. Pero
una cosa era la teoría y otra muy distinta la práctica.
Quizá por eso chirriaban los engranajes de sus
cerebros mientras las neuronas se preguntaban qué deseaban escribir en realidad.
La información ayudaba a generar ideas. Si bien con eso no bastaba. Además necesitaban
un 90% de trabajo y un 10% de transpiración. Ése era el material necesario para
crear una historia.
Pero, ¿qué era una utopía?, se preguntó. Y tras unos
cuantos intentos fallidos, volaron los dedos por el teclado. Una utopía se
definía como la creación de un mundo ideal presentado como alternativa a la
realidad existente. Y todas las letras, sílabas, palabras, frases y párrafos
escritos hasta ahora apuntaban en esa dirección. Crear un mundo donde todo
tenía sentido y primaba la libertad, donde las obligaciones y los placeres se
entremezclaban, diluyéndose sus límites.
Y entonces se dieron cuenta. Una utopía era una
especie de hilo de Ariadna, cuyas funciones consistían en marcar el camino de
salida del laberinto del Minotauro. Aquel era el verdadero material para tejer
cuentos, para atrapar sueños en telarañas y retenerlos allí con la intención de
utilizarlos como parapeto contra el rutinario mundo real.
Una vez acabadas las utopías, los teclados
enmudecieron y los cuentos llegaron a manos de Andreu. Correcciones mediante, los
sueños ocuparon su lugar en el blog de la biblioteca. Y el resto ya es
historia.
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