Hubo una vez una niña que tenía
que ir a vender la leche de sus vacas cada día. Era una muchacha muy dispuesta
y cada mañana, cuando caminaba hacia la ciudad contemplando las flores y los
pájaros, hacia millones de planes para su futuro.
—¡Seré
una niña importante! Con la leche que venda compraré una gallina clueca y tendré
pollitos. Con las ganancias compraré un cerdito y luego un ternerillo.
La niña iba
caminando cada vez más entusiasmada, daba giros y su cántaro de leche se
agitaba peligrosamente sobre su cabeza, aunque ella no se percataba del riesgo.
Cruzó un
campo atravesado por un estrecho acueducto que trasportaba el agua de riego de
una finca a otra. Por un momento dejó sus planes de ser rica y jugó un rato con
aquella agua fresquita. Luego volvió a colocar el cántaro sobre su cabeza y
continuó canturreando. Entonces divisó un sendero con un pequeño puente romano.
—¡Qué
raro —pensó
la niña—,
nunca lo había visto antes!
Detrás del puente se sentían unas risas de
niños. La lechera no pudo resistirse y se aproximó a ver qué ocurría, se agachó
para cruzar bajo aquel puente con el cántaro de leche sobre su cadera y, muy
sorprendida, vio a tres niños jugando, vestidos de unas formas que ella nunca
había visto antes.
Lucía, la más
pequeña, se aproximó a la niña y se la quedó mirando. Luego, señalando su faldilla
roja, le dijo:
—Yo
a ti te conozco—, llevas
la misma ropa que la niña del cuento de “La lechera”.
—¿Sííí?
—La
cara de sorpresa de la niña fue muy divertida.
—¡Claro
que sí! ¡He leído ese cuento con mi yaya un montón de veces!
—¿Me
puedes decir quiénes sois vosotros y por qué lleváis esas ropas tan raras? Nunca
las había visto antes.
Lucía le explicó
que ellos pertenecían al cuento “Dos maragatos, un romano y Kurkus”. Después le
pidió que dejase su cántaro de leche cerca del arco romano y luego la cogió de
la mano. Sobre la marcha le contó que su hermano y ella iban con sus padres a
una romería en la tierra de los maragatos y que más tarde, y gracias al duende
de los sueños llamado Kurkus, habían conocido a Marcus, un niño romano que era
muy divertido. Con él habían hecho intercambio de juegos y vivido muchas
aventuras arriesgadas. Pero de lo que más orgullosa estaba Lucía era del medallón
que le había regalado Marcus: su padre era nada menos que Paulo Fabio Próximo,
un gran general del emperador Augusto. En esos momentos se encontraban en la
época romana y en la ciudad que en nuestros días se conoce como Astorga. Estos
señores construían una gran muralla para defenderse del ataque de unos
visitantes muy bárbaros con quienes, de momento, los niños no se habían topado.
La lechera
asimilo como pudo toda aquella información y los cuatro niños jugaron y se
divirtieron de lo lindo, pero el tiempo corría y la niña tenía que ir a vender
su leche al mercado. Se aproximó a su cántaro y se sentó un momento para
descansar.
Lucía
aprovechó ese instante para pedirle una de sus monedas de oro a Marcus. Era
para una buena causa, puesto que conocía el final del cuento de la lechera. El
niño romano le entregó una moneda encantado y Lucía colocó la moneda en uno de
los bolsillos de la falda roja de la lechera.
Pasados unos
instantes la niña despertó: se sentía muy bien después de aquel sueñecito. Agarró
su cántaro de leche y prosiguió su camino canturreando y dando saltitos. Pero
con tan mala fortuna que tropezó con una piedra y su cántaro acabó roto en mil
pedazos por el suelo y la leche desparramada. ¡Qué lástima! Se entristeció la
lechera: adiós a sus sueños de tener una gallina, pollitos, terneros y de
hacerse rica. Pero después de secarse las lágrimas pensó:
—¡Nunca
mas seré ambiciosa! Más vale ser pobre y alegre. —Y con ese pensamiento
retomó el camino de vuelta a casa.
Pero gracias
a sus nuevos amigos vería como sus sueños se podían cumplir: tan solo tendría
que meter la mano en su bolsillo y ver el regalo tan generoso que le habían
hecho.
Carol Simón
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