La batalla de Borodinó
debería esperar. Cerré las tapas de Guerra y Paz con una fuerza casi
explosiva.
—¿Ha quedado precioso,
verdad, hijo? —dijo María con el árbol ya engalanado.
El exceso de luz dulcificó
aún más el pelo lacio y castaño, los ojos claros, la redondeada cara angelical.
Potenció aún más el aura de inocencia de mamá. ¡Por favor! ¡Si todavía
aseguraba que yo creía en Santa Claus! ¡Y ya había cumplido los siete años
hacía meses! ¡Eso sin mencionar mi cociente intelectual de 150!
—Sí —gruñí tras examinar
con desgana las guirnaldas, las bolas y las luces—. Fantástico.
No había motivos para
desilusionarla. ¡Pobrecita! Estaba de pie con una guirnalda por bufanda, a
punto de abrigar a la estrella de Belén. Acto seguido dispuso la mesa. Vajilla
de porcelana, manteles y servilletas de hilo y copas de cristal de Bohemia para
seis comensales. Y el brillo de sus ojos coincidió con el alumbramiento de una
idea. Aquel ritual ocultaba algo más. Tan sólo actuaba así cuando quería
manipular a alguien.
—¿En qué piensas, Jesús?
Aún me desconcertaba el
hecho de que mamá, con 65 puntos menos de cociente intelectual, tuviera el don
de leerme el pensamiento.
—¿Quiénes son los
invitados? —pregunté a bocajarro.
Una mueca deformó mi cara
como si estuviera cerca de un pipican en pleno verano. Me palmeé la frente con
la mano. Tío Pedro y Petra. ¡Y Pedrito! Aquella especie de Neanderthal que sólo
disfrutaba con los programas más estúpidos de la televisión, con los juegos más
crueles y violentos de la consola o con el desballestamiento de juguetes y/o
personas. Pero, ¿qué les había hecho yo a mis progenitores? ¿A qué se debía
semejante crueldad?
—Ya sé, ya sé —prosiguió
mamá—. Pedrito no es santo de tu devoción.
Ella siempre tan comedida.
Si hubiera estado en mi mano, hubiera lapidado a ese engendro del demonio.
—Quizá aún esté a tiempo de
solicitar una orden de alejamiento.
—Jesús, por favor —dijo
mamá tras abrir los ojos con desmesura—. Tengamos la fiesta en paz. Y nada de
comentarios mordaces por una noche. Esta fiesta es muy importante para mamá y
papá.
—Ok. Pero, si la reunión es
tan importante, ¿por qué habéis esperado tanto desde la muerte de…?
— ¡Jesús! ¿Qué te acabo de
decir?
—Vale, vale. Me portaré
bien —dije y mis pestañas aletearon como alas de mariposa sobre mi cara.
***
Al servir una generosa
ración de mariscada de langosta, bogavantes y percebes, María lanzó una mirada
de complicidad a su hermana Petra, quien dejó entreabierta su Biblia junto al
plato y asintió a golpes de cabeza, recolocándose un jersey de cuello alto, donde
descansaba un enorme crucifijo, puesto allí con toda seguridad para desviar la
atención de su cara de orco de convento sin toca. ¡Nadie le habría asignado un
origen humano por su condición de criatura de piel marrón verdosa, de
mandíbulas hiperdesarrolladas con colmillos inferiores prominentes! La tía
sonrió, agradecida y Pedro arrugó su cara de hiena penitente al solicitar el
plato lleno. Si bien, aquellos gestos, capaces de poner los pelos de punta
incluso a una hidra, no hicieron cundir el pánico.
—¡Qué asco de bichos!
—exclamó Pedrito—. Yo quiero pollo rebozado.
Entre dientes, maldije al gourmet de
la familia, a aquella mezcla de orco y alimaña que era todo refinamiento. ¡La
noche iba a ser larga! Necesitaba una excusa para huir de la mesa y alejarme de
Pedrito. Giré la cabeza. Los regalos, colocados junto al árbol en algún momento
de despiste, se convirtieron en mi excusa perfecta.
—¡Ya estoy! —exclamé
tras acabarme el plato a toda prisa—. ¿Puedo abrir los míos?
Tomé el silencio por
negación. Mis padres estaban demasiado ocupados en prodigarse abrazos con mis
tíos. Y, una vez había desenvuelto el primero de ellos, Pedrito se abalanzó
sobre mí y me arrebató la caja de las manos.
—Suéltalo. ¡Es mío! —aullé.
—Te esquivocas,
empollón. Me los llevaré todos. Y no te chives —dijo y se cruzó el cuello
con el índice.
Debía comentarles lo
ocurrido a mis padres. Mi cuerpo de alfeñique no estaba preparado para recibir
las caricias de Pedrito semana sí y semana también. Amagué con ir hacia un
lado. Pedrito se abalanzó hacía allí y di un salto en la dirección contraria.
Luego corrí hacia la mesa, con los mayores.
—Mamá, ¿puedo comentarte
una cosa? —dije con la respiración alterada.
—Jesús, no molestes. Ves a
jugar con Pedrito. Estamos hablando de cosas muy importantes.
Respiré hondo. Nchts.
Regresar junto a Pedrito no era una opción viable.
—Muy importantes, dices. Y
si son tan importantes, ¿por qué habéis tardado cinco años en sentaros a una
mesa para devolverles la parte que les correspondía de la herencia?
—En eso tiene razón este
santo varón —dijo Petra tras dirigir la mirada inyectada en sangre hacia
mamá—. Y que haya tenido que venir un crío a advertirme de que están a punto de
hacerme el lío.
¡Por fin caía en la cuenta!
Le devolvían unas tierras devaluadas de precio. Y con un mantenimiento muy
caro.
—Eso no es así, Petra —dijo
mamá después de atravesarme con la mirada—. Nosotros os tenemos en
mucha estima. Nunca os haríamos algo así.
—Sí, seguro. Siempre se
refieren a vosotros con apelativos cariñosos del tipo jodidos meapilas.
La cara de mamá enrojeció
de vergüenza y la de Petra, de rabia. Y se hizo un silencio tenso.
—Esa acusación es muy
grave, Jesús –dijo Petra tras resoplar-. ¿Es eso verdad?
—Lo juro. Palabrita del
niño Jesús.
Acto seguido hubo un
intercambio de insultos, volaron platos y vasos, las mujeres se estiraron de
los cabellos, los hombres se golpearon a puñetazo limpio y luego, una vez se
serenaron los ánimos, Petra, Pedro y Pedrito se fueron sin despedirse. Y la
Biblia se quedó olvidada encima de la mesa, entreabierta por el pasaje en que
Jesús decía: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Si los niños a quienes
hacían referencia eran como Pedrito, mi tocayo estaba medio loco. Por fin
celebraría la Navidad como Dios manda. Y me abracé a los regalos. Ahora había
más para mí.
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