“La muerte se acerca
dormida,
la vida se aleja al
alba”.
Tales pareados cantaba la
vieja Bastardilla cuando se calentaba junto al hogar. Eran noches frías de
invierno, ambiente navideño y familiar. Todos sus numerosos nietos se sentaban
en el suelo alrededor de “la Bastardilla”, viendo arder los leños.
El frío y la humedad se
colaban entre piedra y piedra por las paredes. Aquellos vetustos muros contaban
con demasiados agujeros.
–Abuela, cuéntanos un cuento de los tuyos.
–¡Sí, sí! –gritaban los otros niños con alegría. La
miraban a los ojos, la abuela callaba y se hacía rogar–. Abuela, cuéntanos otra
vez el de aquel basilisco.
“La Bastardilla” miraba a
todos con actitud arrogante. Conocía la cantidad justa de súplicas que
necesitaba para poder comenzar un cuento y que éste empezase con la intensidad
necesaria. Sabía cómo tratar a los niños.
Las llamas aumentaron por
un momento y miles de sombras alargadas se deslizaron pared arriba. Luego el
fuego bajó y los leños crepitaron con fuerza.
–Aquel basilisco… aquel basilisco…–comenzaba la vieja a
murmurar, con los ojos bien abiertos, mirando fijamente a los niños con
intención de asustarlos. Parecían salírsele de las órbitas y, con el brillo de
la lumbre, venillas rojas y manchas amarillas surgieron en ellos. Los niños,
sentados alrededor, se echaron hacia atrás. Más de uno ya comenzaba a temblar–.
Aquel basilisco… ¿Sabéis qué es un basilisco?
–Abuela, tengo miedo –dijo el más pequeño con voz
temblorosa y apagada.
El viento aulló y los
árboles y la tierra se estremecieron. Una luna blanca y llena coronaba el oscuro
firmamento. Perros ladraron por las calles del pueblo. Los pastores venían de
recoger sus rebaños y sus voces se oían a lo lejos.
El fuego enmudeció por
una corriente de aire que bajó por la chimenea. Todo tembló y dejó de existir
por momentos.
–¿Oís el viento allá afuera, gritar por las calles la
desgracia?
–¿Qué desgracia, abuela? ¿Qué desgra…?
–¡La del basilisco! –interrumpió la vieja con un golpe de
voz rápido y agudo.
Aquella negra figura, de
cabellos blancos y despeinados, de ojos saltones y manos largas y huesudas,
bien podía atemorizar a los niños. Sus arrugas crecían y se empequeñecían con
la luz temblorosa del fuego.
–“La muerte se acerca dormida, la vida se aleja al alba” –cantaba
la vieja–. El basilisco es una bestia horrible, mágica y oscura. Tiene la
figura de una larga y grande serpiente y en su cabeza, una gran cresta de
gallo. Bestia de Satanás, sólo con su mirada mata a la gente. Ataca cuando el
alba y antes de que cante el gallo, ya que debe esconderse entre las rocas de
la montaña para entonces. ¡No salgáis al alba si no ha cantado el gallo! ¡No
vayáis por caminos estrechos y oscuros! ¡No os acerquéis a las montañas! Allí
es donde el basilisco tienta con la mirada. ¡No le miréis nunca a los ojos!
Un niño, asustado, gritó y se puso en pie para comenzar a
llorar.
–No sigas, abuela, me das miedo –dijo el pequeño
sollozando–. Se acercó a “la Bastardilla” y le cogió la mano en actitud
suplicante.
–Pequeño, no debes tener miedo a los basiliscos. Debes
enfrentarte a ellos y… ¿sabes cómo? Si eres valiente, sal una mañana muy
temprano. No olvides llevar contigo un espejo y algún alimento para el camino.
Anda hacia las montañas y una vez allí, verás amanecer. Prosigue tu camino por
un pequeño sendero que verás junto al pie de la montaña. El sendero se irá
haciendo cada vez más estrecho y se adentrará en el bosque. Verás que las ramas
de los árboles cubrirán la luz del sol de la mañana. Los secos arbustos
impedirán tu paso. Será oscuro y silencioso y ese será el momento de sacar el
espejo de donde lo guardes. Llévalo contigo pase lo que pase. Seguirás andando,
pero ahora más despacio. Tu mano no deberá temblar, pequeño. Y cuando oigas un
silbido como el viento cuando baja por la chimenea, ¡rápido!, cierra los ojos,
estira firme el brazo que lleva el espejo y… ¡comienza a dar vueltas! El
basilisco se te acercará silencioso, por un lado u otro, pero allí estará
seguramente. Cuando notes en qué dirección esté la bestia (lo sabrás por su
silbido), párate y haz que el basilisco se vea a sí mismo en el espejo. Pero,
acuérdate, ¡no le mires nunca a los ojos! ¡Mantén los ojos cerrados! Morirá por
su misma mirada, sólo ella puede matarle. Será su reflejo en el espejo, su
misma mirada, su propio verdugo. Lo oirás agonizar con gritos espantosos,
gemidos horribles. Y tú no moverás el espejo, ¡sigue estirando el brazo bien
recto! Cuando el viento frío pare de soplar, cuando ya sólo se oigan los ruidos
del bosque y sientas tu brazo ligero… todo el mal habrá sido exterminado. Dios
da fuerza y voluntad a todos sus fieles. Y Dios te dará felicidad eterna por
haber vencido a una bestia del demonio.
“La Bastardilla”,
satisfecha de su reconocido buen contar, miró a todos sus nietos con una
sonrisa burlona. Todos los niños habían quedado inmóviles, callados.
El fuego aumentó por un
momento y miles de sombras alargadas se deslizaron pared arriba. Luego bajó y
los leños ardientes crepitaron con fuerza. Por unos momentos pareció
distinguirse entre las llamas la figura del basilisco reptando entre los leños.
Todos los niños se dieron cuenta y se miraron entre sí, con asombro y complicidad.
Uno se levantó y se alejó
entre la oscuridad inquietante de la casa. Sus pequeños pasos retumbaron en lo
más profundo de las piedras del suelo. Y la abuela siguió mirando el fuego con
atención, olvidándose de todo.
Cuando el nieto que se
había levantado regresó, “la Bastardilla” se dio cuenta de que traía consigo un
pequeño espejo de tocador. El pequeño se acercó a la abuela y, sin mirarla a
los ojos, extendió su brazo hacia la cara arrugada. Abuela y nieto, sin
mirarse, sintieron el desprecio y el odio. “La Bastardilla” agarró el espejo y
lo arrojó al fuego con rabia. Todos callaron y observaron las llamas, sin nada
que decirse, conmocionados por lo que había pasado. De repente, el espejo
estalló por el calor. Un sonido agudo y crispante resonó entre las cuatro
paredes de la chimenea y su eco fue alejándose hacia arriba, como el humo del
fuego, serpenteando entre las estrellas de aquella noche fría de invierno.
Enric Suesta Andreu
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