divendres, 14 de novembre del 2014

L'enfant sauvage



La batalla de Borodinó debería esperar. Cerré las tapas de Guerra y Paz con una fuerza casi explosiva.
—¿Ha quedado precioso, verdad, hijo? —dijo María con el árbol ya engalanado.
El exceso de luz dulcificó aún más el pelo lacio y castaño, los ojos claros, la redondeada cara angelical. Potenció aún más el aura de inocencia de mamá. ¡Por favor! ¡Si todavía aseguraba que yo creía en Santa Claus! ¡Y ya había cumplido los siete años hacía meses! ¡Eso sin mencionar mi cociente intelectual de 150!
—Sí —gruñí tras examinar con desgana las guirnaldas, las bolas y las luces—. Fantástico.
No había motivos para desilusionarla. ¡Pobrecita! Estaba de pie con una guirnalda por bufanda, a punto de abrigar a la estrella de Belén. Acto seguido dispuso la mesa. Vajilla de porcelana, manteles y servilletas de hilo y copas de cristal de Bohemia para seis comensales. Y el brillo de sus ojos coincidió con el alumbramiento de una idea. Aquel ritual ocultaba algo más. Tan sólo actuaba así cuando quería manipular a alguien.
—¿En qué piensas, Jesús?
Aún me desconcertaba el hecho de que mamá, con 65 puntos menos de cociente intelectual, tuviera el don de leerme el pensamiento.
—¿Quiénes son los invitados? —pregunté a bocajarro.
Una mueca deformó mi cara como si estuviera cerca de un pipican en pleno verano. Me palmeé la frente con la mano. Tío Pedro y Petra. ¡Y Pedrito! Aquella especie de Neanderthal que sólo disfrutaba con los programas más estúpidos de la televisión, con los juegos más crueles y violentos de la consola o con el desballestamiento de juguetes y/o personas. Pero, ¿qué les había hecho yo a mis progenitores? ¿A qué se debía semejante crueldad?
—Ya sé, ya sé —prosiguió mamá—. Pedrito no es santo de tu devoción.
Ella siempre tan comedida. Si hubiera estado en mi mano, hubiera lapidado a ese engendro del demonio.
—Quizá aún esté a tiempo de solicitar una orden de alejamiento.
—Jesús, por favor —dijo mamá tras abrir los ojos con desmesura—. Tengamos la fiesta en paz. Y nada de comentarios mordaces por una noche. Esta fiesta es muy importante para mamá y papá.
—Ok. Pero, si la reunión es tan importante, ¿por qué habéis esperado tanto desde la muerte de…?
— ¡Jesús! ¿Qué te acabo de decir?
—Vale, vale. Me portaré bien —dije y mis pestañas aletearon como alas de mariposa sobre mi cara.
***
Al servir una generosa ración de mariscada de langosta, bogavantes y percebes, María lanzó una mirada de complicidad a su hermana Petra, quien dejó entreabierta su Biblia junto al plato y asintió a golpes de cabeza, recolocándose un jersey de cuello alto, donde descansaba un enorme crucifijo, puesto allí con toda seguridad para desviar la atención de su cara de orco de convento sin toca. ¡Nadie le habría asignado un origen humano por su condición de criatura de piel marrón verdosa, de mandíbulas hiperdesarrolladas con colmillos inferiores prominentes! La tía sonrió, agradecida y Pedro arrugó su cara de hiena penitente al solicitar el plato lleno. Si bien, aquellos gestos, capaces de poner los pelos de punta incluso a una hidra, no hicieron cundir el pánico.
—¡Qué asco de bichos! —exclamó Pedrito—. Yo quiero pollo rebozado.
Entre dientes, maldije al gourmet de la familia, a aquella mezcla de orco y alimaña que era todo refinamiento. ¡La noche iba a ser larga! Necesitaba una excusa para huir de la mesa y alejarme de Pedrito. Giré la cabeza. Los regalos, colocados junto al árbol en algún momento de despiste, se convirtieron en mi excusa perfecta.
—¡Ya estoy! —exclamé tras acabarme el plato a toda prisa—. ¿Puedo abrir los míos?
Tomé el silencio por negación. Mis padres estaban demasiado ocupados en prodigarse abrazos con mis tíos. Y, una vez había desenvuelto el primero de ellos, Pedrito se abalanzó sobre mí y me arrebató la caja de las manos.
—Suéltalo. ¡Es mío! —aullé.
—Te esquivocas, empollón. Me los llevaré todos. Y no te chives —dijo y se cruzó el cuello con el índice.
Debía comentarles lo ocurrido a mis padres. Mi cuerpo de alfeñique no estaba preparado para recibir las caricias de Pedrito semana sí y semana también. Amagué con ir hacia un lado. Pedrito se abalanzó hacía allí y di un salto en la dirección contraria. Luego corrí hacia la mesa, con los mayores.
—Mamá, ¿puedo comentarte una cosa? —dije con la respiración alterada.
—Jesús, no molestes. Ves a jugar con Pedrito. Estamos hablando de cosas muy importantes.
Respiré hondo. Nchts. Regresar junto a Pedrito no era una opción viable.
—Muy importantes, dices. Y si son tan importantes, ¿por qué habéis tardado cinco años en sentaros a una mesa para devolverles la parte que les correspondía de la herencia?
—En eso tiene razón este santo varón —dijo Petra tras dirigir la mirada inyectada en sangre hacia mamá—. Y que haya tenido que venir un crío a advertirme de que están a punto de hacerme el lío.
¡Por fin caía en la cuenta! Le devolvían unas tierras devaluadas de precio. Y con un mantenimiento muy caro.
—Eso no es así, Petra —dijo mamá después de atravesarme con la mirada—.  Nosotros os tenemos en mucha estima. Nunca os haríamos algo así.
—Sí, seguro. Siempre se refieren a vosotros con apelativos cariñosos del tipo jodidos meapilas.
La cara de mamá enrojeció de vergüenza y la de Petra, de rabia. Y se hizo un silencio tenso.
—Esa acusación es muy grave, Jesús –dijo Petra tras resoplar-. ¿Es eso verdad?
—Lo juro. Palabrita del niño Jesús.

Acto seguido hubo un intercambio de insultos, volaron platos y vasos, las mujeres se estiraron de los cabellos, los hombres se golpearon a puñetazo limpio y luego, una vez se serenaron los ánimos, Petra, Pedro y Pedrito se fueron sin despedirse. Y la Biblia se quedó olvidada encima de la mesa, entreabierta por el pasaje en que Jesús decía: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Si los niños a quienes hacían referencia eran como Pedrito, mi tocayo estaba medio loco. Por fin celebraría la Navidad como Dios manda. Y me abracé a los regalos. Ahora había más para mí.

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