dilluns, 6 d’octubre del 2014

Aquel basilisco...


“La muerte se acerca dormida,
la vida se aleja al alba”.

Tales pareados cantaba la vieja Bastardilla cuando se calentaba junto al hogar. Eran noches frías de invierno, ambiente navideño y familiar. Todos sus numerosos nietos se sentaban en el suelo alrededor de “la Bastardilla”, viendo arder los leños.

El frío y la humedad se colaban entre piedra y piedra por las paredes. Aquellos vetustos muros contaban con demasiados agujeros.
            –Abuela, cuéntanos un cuento de los tuyos.
            –¡Sí, sí! –gritaban los otros niños con alegría. La miraban a los ojos, la abuela callaba y se hacía rogar–. Abuela, cuéntanos otra vez el de aquel basilisco.

“La Bastardilla” miraba a todos con actitud arrogante. Conocía la cantidad justa de súplicas que necesitaba para poder comenzar un cuento y que éste empezase con la intensidad necesaria. Sabía cómo tratar a los niños.

Las llamas aumentaron por un momento y miles de sombras alargadas se deslizaron pared arriba. Luego el fuego bajó y los leños crepitaron con fuerza.

            –Aquel basilisco… aquel basilisco…–comenzaba la vieja a murmurar, con los ojos bien abiertos, mirando fijamente a los niños con intención de asustarlos. Parecían salírsele de las órbitas y, con el brillo de la lumbre, venillas rojas y manchas amarillas surgieron en ellos. Los niños, sentados alrededor, se echaron hacia atrás. Más de uno ya comenzaba a temblar–. Aquel basilisco… ¿Sabéis qué es un basilisco?

            –Abuela, tengo miedo –dijo el más pequeño con voz temblorosa y apagada.

El viento aulló y los árboles y la tierra se estremecieron. Una luna blanca y llena coronaba el oscuro firmamento. Perros ladraron por las calles del pueblo. Los pastores venían de recoger sus rebaños y sus voces se oían a lo lejos.

El fuego enmudeció por una corriente de aire que bajó por la chimenea. Todo tembló y dejó de existir por momentos.
            –¿Oís el viento allá afuera, gritar por las calles la desgracia?
            –¿Qué desgracia, abuela? ¿Qué desgra…?
            –¡La del basilisco! –interrumpió la vieja con un golpe de voz rápido y agudo.

Aquella negra figura, de cabellos blancos y despeinados, de ojos saltones y manos largas y huesudas, bien podía atemorizar a los niños. Sus arrugas crecían y se empequeñecían con la luz temblorosa del fuego.

            –“La muerte se acerca dormida, la vida se aleja al alba” –cantaba la vieja–. El basilisco es una bestia horrible, mágica y oscura. Tiene la figura de una larga y grande serpiente y en su cabeza, una gran cresta de gallo. Bestia de Satanás, sólo con su mirada mata a la gente. Ataca cuando el alba y antes de que cante el gallo, ya que debe esconderse entre las rocas de la montaña para entonces. ¡No salgáis al alba si no ha cantado el gallo! ¡No vayáis por caminos estrechos y oscuros! ¡No os acerquéis a las montañas! Allí es donde el basilisco tienta con la mirada. ¡No le miréis nunca a los ojos!

Un niño, asustado,  gritó y se puso en pie para comenzar a llorar.
            –No sigas, abuela, me das miedo –dijo el pequeño sollozando–. Se acercó a “la Bastardilla” y le cogió la mano en actitud suplicante.
            –Pequeño, no debes tener miedo a los basiliscos. Debes enfrentarte a ellos y… ¿sabes cómo? Si eres valiente, sal una mañana muy temprano. No olvides llevar contigo un espejo y algún alimento para el camino. Anda hacia las montañas y una vez allí, verás amanecer. Prosigue tu camino por un pequeño sendero que verás junto al pie de la montaña. El sendero se irá haciendo cada vez más estrecho y se adentrará en el bosque. Verás que las ramas de los árboles cubrirán la luz del sol de la mañana. Los secos arbustos impedirán tu paso. Será oscuro y silencioso y ese será el momento de sacar el espejo de donde lo guardes. Llévalo contigo pase lo que pase. Seguirás andando, pero ahora más despacio. Tu mano no deberá temblar, pequeño. Y cuando oigas un silbido como el viento cuando baja por la chimenea, ¡rápido!, cierra los ojos, estira firme el brazo que lleva el espejo y… ¡comienza a dar vueltas! El basilisco se te acercará silencioso, por un lado u otro, pero allí estará seguramente. Cuando notes en qué dirección esté la bestia (lo sabrás por su silbido), párate y haz que el basilisco se vea a sí mismo en el espejo. Pero, acuérdate, ¡no le mires nunca a los ojos! ¡Mantén los ojos cerrados! Morirá por su misma mirada, sólo ella puede matarle. Será su reflejo en el espejo, su misma mirada, su propio verdugo. Lo oirás agonizar con gritos espantosos, gemidos horribles. Y tú no moverás el espejo, ¡sigue estirando el brazo bien recto! Cuando el viento frío pare de soplar, cuando ya sólo se oigan los ruidos del bosque y sientas tu brazo ligero… todo el mal habrá sido exterminado. Dios da fuerza y voluntad a todos sus fieles. Y Dios te dará felicidad eterna por haber vencido a una bestia del demonio.

“La Bastardilla”, satisfecha de su reconocido buen contar, miró a todos sus nietos con una sonrisa burlona. Todos los niños habían quedado inmóviles, callados.

El fuego aumentó por un momento y miles de sombras alargadas se deslizaron pared arriba. Luego bajó y los leños ardientes crepitaron con fuerza. Por unos momentos pareció distinguirse entre las llamas la figura del basilisco reptando entre los leños. Todos los niños se dieron cuenta y se miraron entre sí, con asombro y complicidad.

Uno se levantó y se alejó entre la oscuridad inquietante de la casa. Sus pequeños pasos retumbaron en lo más profundo de las piedras del suelo. Y la abuela siguió mirando el fuego con atención, olvidándose de todo.

Cuando el nieto que se había levantado regresó, “la Bastardilla” se dio cuenta de que traía consigo un pequeño espejo de tocador. El pequeño se acercó a la abuela y, sin mirarla a los ojos, extendió su brazo hacia la cara arrugada. Abuela y nieto, sin mirarse, sintieron el desprecio y el odio. “La Bastardilla” agarró el espejo y lo arrojó al fuego con rabia. Todos callaron y observaron las llamas, sin nada que decirse, conmocionados por lo que había pasado. De repente, el espejo estalló por el calor. Un sonido agudo y crispante resonó entre las cuatro paredes de la chimenea y su eco fue alejándose hacia arriba, como el humo del fuego, serpenteando entre las estrellas de aquella noche fría de invierno.


                                                                                                   Enric Suesta Andreu                            


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